Giuseppe Tomasi di Lampedusa en clase En Vidas escritas, Javier Marías Lo más triste de la más bien triste historia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es la publicación de su única y mundialmente célebre novela El gatopardo, porque puede decirse que es lo único extraordinario que le ocurrió en su vida, y en realidad le ocurrió en su muerte, dieciséis meses después de que dejara el mundo. Por eso es uno de los pocos escritores que nunca se sintió escritor ni vivió como tal, y lo fue todavía menos que otros que tampoco lograron publicar nada en vida porque él ni siquiera lo intentó hasta casi el final de sus días. Por no intentar, ni siquiera hasta entonces intentó escribir. Fue más bien un lector, insaciable y obsesivo. Las pocas personas que lo trataron de cerca se quedaban asombradas de sus exhaustivos conocimientos de literatura e historia, materias de las que poseía sendas bibliotecas descomunales. No sólo había leído a todos los autores importantes o imprescindibles, sino también a los segundones y a los mediocres, que, sobre todo en novela, consideraba tan necesarios como los grandes: «También hay que saber aburrirse», decía, y leía, con interés y paciencia, la literatura mala. La compra de libros era casi su único gasto o su único lujo, aunque las posibilidades que ofrecía Palermo en este aspecto a un hombre que sabía inglés, francés, alemán y ruso (más español en el último año de su vida) eran desesperadamente limitadas. Con todo, en la desocupada existencia de señorín de provincias que llevaba, todas las mañanas había al menos un par de horas dedicadas a la inspección de librerías, principalmente la llamada Flaccovio, que visitó a diario durante diez años. La verdad es que las mañanas de Lampedusa debían de parecer a sus conciudadanos las mañanas del perfecto ocioso, lo que sin duda eran. Mientras Licy, su mujer psicoanalista y letona, recuperaba en la cama las horas que por su propio gusto dedicaba al trabajo de madrugada, Lampedusa se levantaba temprano y se llegaba a pie hasta una pastelería en la que desayunaba durante largo rato y leía: en una ocasión no se movió durante cuatro horas, las que le llevó una gruesa novela de Balzac, de cabo a rabo. Luego hacía su demorado recorrido por las librerías, para pasar después a un segundo café en el que se sentaba pero no se mezclaba con algunos conocidos de inquietudes semiintelectuales. Allí escuchaba («las estupideces») y apenas hablaba, para regresar en autobús tras sus tremendas sentadas y sus débiles caminatas. Se lo recuerda siempre trasladándose pesadamente, con aire distinguidísimo y descuidados andares, la mirada despierta y en la mano una bolsa de piel cargadísima de libros y de dulces y pastas con los que debía sobrevivir hasta la noche, ya que en su casa no se celebraba el almuerzo. Esa famosa bolsa la acarreaba con naturalidad, no importándole en absoluto que junto a los tomos de Proust asomaran golosinas o incluso calabacines. Al parecer, la bolsa albergaba siempre más libros de los necesarios, como si se tratara del equipaje de un lector que sale de largo viaje y teme quedarse sin lectura durante su ausencia. No faltaba nunca alguna obra de Shakespeare, según su mujer porque «podía consolarle si veía algo desagradable» en sus trayectos. Tan encendido era el aprecio de Lampedusa por los libros que hasta los usaba como cajas fuertes: tenía por costumbre arrojar entre las páginas de diferentes volúmenes pequeñas cantidades de dinero, para luego olvidar, obligadamente, en cuáles se hallaban aquellos billetes. Por eso decía a veces que su biblioteca contenía dos tesoros. El dinero, como puede suponerse, no constituyó nunca una preocupación para él, pero no tanto porque fuera muy rico cuanto por su falta de ambiciones. Bien es verdad que era lo bastante adinerado para no deber trabajar en toda su vida, pero una herencia repartida y las crisis del siglo hicieron de él un noble absolutamente venido a menos. Sus costumbres eran modestas: librerías aparte, consistían en ir mucho al cine y comer de vez en cuando en algún restaurante; ni siquiera viajaba, aunque lo había hecho con cierta frecuencia en su juventud. Anotaba en su agenda las películas que veía (dos o tres a la semana), junto con un adjetivo: cuando vio 20.000 leguas de viaje submarino, el elegido fue spettacolare. En 1954, tres años antes de su muerte, señaló: «Soy una persona muy solitaria. De mis dieciséis horas de vigilia diaria, al menos diez transcurren en soledad. No pretendo, sin embargo, pasarme todo ese tiempo leyendo; a veces me divierto elaborando teorías literarias...» Esto no era del todo exacto, ya que lo que se dice teorías literarias no dejó tras su muerte. Lo que sí dejó fue alrededor de mil páginas sobre literatura inglesa y francesa, y lo asombroso del caso es que en principio esas páginas tenían un solo destinatario, Francesco Orlando. Éste era un joven de la burguesía (hoy eximio profesor y crítico) a quien Lampedusa se ofreció, en sus últimos años, a enseñar inglés y a darle un curso completo de literatura en esa lengua. En algunas ocasiones el único alumno no estuvo solo, pero fueron las menos. Tres veces por semana, a las seis de la tarde, Lampedusa recibía a Orlando en su casa y hacía que éste leyera en voz alta y pausadamente la lección que el príncipe había redactado al efecto, o bien llevaban a cabo lecturas conjuntas, sobre todo de Dickens y Shakespeare. Esta generosa, desinteresada y extravagante enseñanza cambió la vida de Lampedusa, y en ella puede estar, en parte, el origen de su tardía decisión de escribir. En todo caso, el contacto con personas jóvenes y la posibilidad de «transmitirles» algo (si no las clases, las charlas literarias se fueron extendiendo a otros amigos de la edad de Orlando) lo revivificó y le ocupó las tardes en algo que no fuera la mera y solitaria lectura. Estas lecciones se las tomaba muy en serio, hasta el punto de que se conservan anotaciones suyas en las que lamenta haber preparado alguna tan mal y tan apresuradamente: «las peores páginas jamás escritas por pluma humana», así calificó lo que había redactado sobre la vida de Byron, «una abominación infinita». Con su amable ironía, hacía creer a su discípulo que el destino de aquellos textos, una vez leídos por el propio alumno y en cuanto éste abandonara la casa, era el fuego inmediato y no otra cosa. Por fortuna Lampedusa los conservó, y recientemente han empezado a publicarse, páginas en modo alguno científicas pero llenas de sabiduría, humor, seriedad y finura. Le interesaban mucho las vidas de los escritores, convencido, como Sainte-Beuve, de que en ellas, o en sus anécdotas más secretas, se hallaban las claves de sus obras. Tal vez por eso, y para dificultar la labor de exégetas, él no dejó demasiadas anécdotas, y si en su vida hubo secretos procuró que lo fueran, es decir, guardarlos de veras. De los aspectos maliciosos que él gustaba saber de sus ídolos, el único que podría comentarse de Lampedusa es su posible impotencia, insinuada por el hecho de que careció de descendencia (pero hay que pensar que cuando se casó su mujer tenía treinta y siete años) y por su aparente falta de pasión hacia Licy, con quien en los primeros años, cuando ella toleraba mal Sicilia y pasaba gran parte del año en su palacio natal de Letonia, mantuvo lo que se ha llamado un matrimonio epistolare. El resto de sus anomalías no le pertenecían a él, sino a sus antepasados, la más próxima el asesinato de una tía suya, apuñalada en un mísero hotel romano por un barón que era su amante. Lampedusa era exagerado y maniático como todos los escritores, aunque él no supiera que era esto último: detestaba el melodrama y la ópera italiana, que consideraba un arte de zulúes; en realidad detestaba todo lo explícito. Su obra favorita de Shakespeare era Medida por medida, pero sobre ella aún prefería el soneto 129. Padecía de insomnio y de pesadillas, pero sólo al final de su vida se dignó relatarle una a su mujer psicoanalista: en ella recorría pasillos solicitando los datos de su inminente ejecución. Sólo bebía agua, pero comía bien (era grueso) y fumaba mucho, sin reparar jamás en la ceniza que iba lloviznando sobre su chaqueta. Estrechaba la mano de quien le presentaran sin mirarle a la cara, en sociedad era tímido, taciturno, solitario y triste, hasta el punto de que mucha gente creía que, en según qué circunstancias, simplemente se negaba a hablar. En privado, en cambio, con sus pocos íntimos y aún más escasos discípulos, tenía una conversación brillante y precisa, amable y siempre algo sarcástica. Podía ser pedante: a cada uno de sus perros le hablaba en una de las lenguas que conocía. Orlando dijo de él que tenía un aire de «enorme felino absorto». Poco se sabe de sus ideas políticas, si es que las tuvo claras, pero sí de su odio a Sicilia y a los sicilianos, aunque era un odio superficial, esto es, con buena mezcla de amores. Pero condenaba a todas sus clases sociales. Era anticlerical, a la antigua usanza, y en todo caso creía que todo terminaba «aquí abajo». De maneras suaves, encajó con ironía y dolor los iniciales rechazos de su novela por algunas editoriales, mientras que su mujer anotaba expresivamente en su agenda: «Refus de ce cochon de Mondadori». Según Lampedusa, lo que por fin le hizo decidirse a escribir fue ver que uno de sus primos, Lucio Piccolo, asimismo tardío, obtenía un premio y el aplauso de Montale por un volumen de poesías: «Con la certeza matemática de no ser más tonto, me senté ante mi mesa y escribí una novela», dijo en carta a un amigo. Estaba convencido de que El gatopardomerecía ver la luz, pero le entraban dudas: «Es, me temo, una porquería», le dijo a Francesco Orlando, y, según éste, se lo dijo de buena fe. Giuseppe Tomasi di Lampedusa murió de cáncer de pulmón en casa de unos parientes en Roma, a donde había ido a tratarse, la madrugada del 23 de julio de 1957, a la edad de sesenta años. Estaba dormido, y fue su cuñada quien lo halló muerto. Lampedusa creía que a los demás siempre había que dejarlos en sus errores. El, desde luego, quedó en el suyo, y no conoció el éxito que no quiso esperarle. Una de las desgracias de su vida, decía, había sido la dureza de corazón, y contra ella previno una vez a su querido primo Gioacchino, cuarenta años más joven que él y a quien acabó adoptando: «Ten cuidado», le dijo. «Cave obdurationem cordis.»